La agricultura familiar es creación de los pobres del campo para sobrevivir en ruralidad. Esta creación es congruente con una autonomía de vida insoportable para la cultura urbana, que no cesa en su manía de someter al campesino libre.
Es aristotélico el concepto de que el trabajo rural se reserva para los esclavos, para los incultos, los sin culto. Las religiones abrahámicas predican el trabajo como castigo. La hidalguía ordena huir de las actividades manuales, viles.
La jerarquía eclesiástica colonial fue solidaria con esclavistas mineros, hacendados y gobernantes, que miraban con preocupación la aparición de palenques y otros asentamientos que escapaban al control de las funciones legales1. A los fugitivos de la urbanidad se los denominaba entonces como enmontados, criminosos, soeces, amancebados, ladrones; remisos a la contribución forzosa militar y de arreglo de caminos; rebeldes a reglamentaciones gobernativas, fabricantes furtivos de aguardiente; adictos a rituales heterodoxos, incluso africanos
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